LA OFRENDA

1.

Hace muchos años, fuí a una fiesta aburrida y pretenciosa que, sin embargo, quedó en mi memoria como el marcador de un libro. De un libro que no queremos seguir leyendo de momento, pero que -sospechamos- llegará a ser una clave importante en el futuro, por lo que señalamos la página antes de abandonar la lectura.

Era una de esas fiestas de intelectuales jóvenes y artistas plásticos, todos compulsivamente preocupados por parecer creativos hasta en el más mínimo detalle. Visto de afuera, esos afanes no rebasaban una creatividad de plástico barato made in taiwan, y cuando semejantes espasmos se juntaban con alegatos en favor de la espontaneidad o danzas de expresión corporal desorbitada, me sumían -para mi espanto- en un incontenible aluvión de mis propios bostezos que, por civilizado pudor, intentaba contener aunque sin demasiado éxito. Así estaban las cosas con la fiesta; los organizadores me habían dicho al invitarme: "Es una fiesta de bienvenida a la primavera. Hay que llevar una ofrenda".

-Qué bien -dije yo, sabiendo de antemano que me esperaba una noche de aburrimiento soberano entre indios piel-roja bailando al compás de los tam-tam de cinco borrachos y una mesa. Luego empezarían las contracturas y los masajes, la pintura de lunares de color en el entrecejo, las palabras mágicas de contraseña para acceder a la anhelada cerveza en circulación; una tortura tras otra toda la noche. Pero a pesar de todo, acepté. Intentaba terminar con una larga e indisimulada etapa de eremita, así que dejé de lado mi crónico fastidio por esos jueguitos ineptos y me dispuse a cumplir con la consigna armando mi propia ofrenda de primavera.

Quizás todo fue culpa de aquellas ocultas resistencias -aunque a fuerza de voluntad y disciplina parecía que empezaba a dejarlas de lado-; lo cierto es que, créase o no, entendí mal el sentido de la ofrenda. Para mí, era evidente que en ella había que depositar todas las cosas del pasado que representaran una carga, un lastre doloroso; más tarde, la primavera se ocuparía de transformarlas, de devolverlas a la tierra como materia fértil, como abono. Por lo menos para mí, el asunto era clarísimo; juro que no lo hice con intención de sabotear el mandato creativo de la bohemia juvenil de entonces. La verdad es que me sentí incómoda y culpable cuando aquella noche contemplé, una por una, las hermosas ofrendas de frutas y flores que habían llevado los demás, mientras que en mis manos se alojaba una verdadera bomba de tiempo.

A medida que se acercaba la hora de la fiesta, más tensa me sentía; en aquel momento de mi vida, cruzar hasta la panadería era -por ejemplo- una actividad que me agobiaba por el exceso de sociabilidad al que me exponía. Pero molesta, fóbica, huraña, misantrópica, paralizada por el miedo de intercambiar dos líneas de diálogo trivial con cualquiera que no fuera uno de los potenciales plañideros junto a mi lecho agónico en el día de mi muerte, de todos modos había decidido que no me daría tregua a mí misma hasta haber conseguido entablar nuevamente un cierto contacto con el resto de la humanidad. "Voy a la fiesta; otra cosa que podría hacer, por otra parte, es ir a la fiesta", me decía en voz alta tratando de alentarme, mientras recordaba con nostalgia qué simples y felices eran aquellos días en que con la módica operación de pelearme con mis padres media hora antes de salir y dar un portazo rumbo a mi habitación, podía eludir prácticamente cualquier cumpleaños de quince que se me atravesara en el camino.

Acorralada, empecé a pensar, entonces, en la dichosa ofrenda de mi inspiración. "Una o dos manzanas y ya está", me decía, tirada en el sillón con sobreactuado desgano. Sin embargo -y quizás porque el tufo de la creatividad compulsiva de mis contemporáneos podía llegar a ser verdaderamente contagioso en espíritus impresionables-, me sentí molesta conmigo por ese pensamiento banal de llevar a la fiesta lo primero que encontrara, como para cumplir. De pronto, tuve conciencia de que la consigna de la ofrenda, tan despreciada en un primer momento por la pedante incorregible que vive en mí, me había calado muy hondo -y no quería admitirlo con tal de no verme mezclada en aquella plebe con pretensiones de originalidad-. Lo cierto era que yo estaba viviendo un momento de resurrección personal que ameritaba dejar atrás las cargas cristalizadas del pasado, como proponía la consigna de la ofrenda -al menos en mi versión-; era como un nuevo ciclo, un último intento de respiración en este mundo, que pedía a gritos la llegada absoluta, contundente, de la genuina primavera. Me levanté y puse manos a la obra; sobre una bandeja de cartón chabacanamente ataviada con un viejo pañuelo hindú, descargué toda la furia simbólica de la que fuí capaz. Sal, ramas secas, perfumes de infancia que olían a boticas farmaceúticas y a abuelas, fotos amarillentas con los bordes quemados por el fuego, hilos de colores que cosían objetos de horripilante significado personal, flores secas y espinosas, licores esparcidos por encima de toda la ofrenda en sentido horario, y finalmente -y acá viene la clave de todo el asunto, el marcador del libro- un viejo reloj despertador, de plástico blanco, cuadradito.

El reloj era realmente el eje central de mi ofrenda venenosa a la primavera, a la madre de la tierra que transformaría todos mis desechos, todos mis sinsabores pasados en vida y alegría nuevamente. En el sonido agudo e intermitente de ese despertador, se alojaba mi más profunda relación con la muerte. Durante el larguísimo año de mis veintiun años, cada mañana despertaba violada y apuñalada por ese sonido que me recordaba con rudeza la ausencia absoluta y contundente del más mínimo rastro de intención, aspiración o proyecto de continuar con vida. Mi conciencia llegaba a este mundo primero que mi vista; durante largo rato, mi mente era arrastrada por el pavoroso despertador que me llevaba hasta un mundo de paredes descascaradas y frías en donde me dejaba abandonada a mi suerte, al sinsentido de un barco sin rumbo definido ni instrumentos de navegación. Un barco que había perdido la emoción del viaje, del arribo a costas lejanas, y se había convertido en una galera embrujada habitada por espectros oceánicos y huesos de capitán roído por las ratas. Un barco que no reconocía las etapas de su propia trayectoria, que no se daba cuenta de la cercanía de los puertos, que no se percataba de las aventuras, los piratas, las sirenas y las islas vírginales sobre las que escribiría su tripulación al tocar tierra. Era -y el sonido avispado, agudo del despertador lo sintetizaba en un instante- un barco que sólo veía extensiones interminables de mar rodeandolo todo hasta el infinito, de mar idéntico a sí mismo, de agua salada cansadora, aburrida, de agua poblada por un hervidero invisible de agazapados monstruos infernales.

Tomé un taxi para llevar mi ofrenda con todo cuidado hasta la fiesta; en la cabina del taxi, el reloj parecía latir, entristecido, como si se tratara del funeral de una mascota. Mi ánimo había repuntado de repente; agradecí en mi interior a tantos amigos de originalidad ramplona la oportunidad que sin querer me estaban dando. El reloj me miraba con las orejas caídas tratando de despertar mi compasión, pero era en vano: la primavera estaba de mi lado.

Todo hubiera resultado perfecto si, como dije antes, las demás ofrendas hubieran sido como la mía: exorcismos del pasado. Subí las escaleras y escuché los primeros tam-tam de borrachos y pieles rojas que provenían del interior de la casa. Un pasillo de velas encendidas y candelabros de hierro me puso en una tesitura tímida, como si fuera a tomar la primera comunión delante de mis viejos amantes. En un principio, nadie se percató de mi llegada; bailaban, como era de esperarse, con las caras pintadas como murguistas y flores robadas de las ofrendas para adornar los cabellos. Me paré en el portal del salón donde estaba la mayoría de la gente y desde allí observé las imágenes de las diosas modernas, diosas de fertilidad y belleza tan prolíficas como las antiguas, que adornaban las paredes dando la bienvenida a la fiesta de su estación. Fue recién después que reparé en las inocentes ofrendas de los otros; y en el mismo instante me dí cuenta de mi error. La fiesta de la primavera, la ofrenda a las diosas platinadas que sonreían por todos los flancos, era un festejo de luz, de frutas frescas, no un descenso retorcido a las raíces enfermas de la vegetación. Estuve a punto de dar la vuelta y escaparme disimuladamente, pero uno de los anfitriones me vió y fue a recibirme, fascinado con mi extraña ofrenda.

-¡Es tan creativa!-, dijo él. Me guió hasta un aparador para que la depositara; dijo que se haría un intercambio de ofrendas a la medianoche. Yo me llené de pavor y traté de explicarle; bajo ningún concepto permitiría que semejante maleficio involuntario se fuera a la casa de otra persona. Propuse que mi ofrenda se tirara a la basura, dado que había entendido mal la idea de la fiesta. Pero en ese momento, un par de invitados se pararon a nuestro lado comentando lo maravillosa que era mi composición. Les parecía original, primitiva, exótica, irónica, y muchas cosas más; otros se aproximaron, curiosos, y ya no pude convencer al anfitrión, cada vez más orgulloso del éxito de su consigna, de que aquella ofrenda y aquel reloj eran, ciertamente, peligrosos.

-...y ya que no te gusta intercambiarla, que se quede aquí, en esta casa -dijo contento-. ¡Me encanta como decoración! Esos sepia, esos ocre envejecidos en contraste con los elementos de la naturaleza que utilizaste, es todo un estilo. Realmente interesante.

-Esta es la ofrenda más divertida -escuché comentar entre los curiosos.

Derrotada, me perdí entre la concurrencia tratando de adivinar la pálabra mágica que me permitiría emborracharme. Todo siguió su curso normal y volví a casa aquella madrugada, fastidiada y con dolor de cabeza. No me había tocado ninguna ofrenda de intercambio.


2.

Unos meses después, me enteré que el propietario de la casa había celebrado una sesión de espiritismo buscando nuevas emociones creativas. Uno de los participantes me contó que el espíritu que apareció dijo llamarse Fray Angel; había vivido en Essex, Inglaterra, durante el siglo XVII. "Mandé muchas monjas a la hoguera" dijo el espíritu valiéndose de una medium huesuda y fea que dirigía la sesión. "Muchas monjas brujas quemadas por tener trato con el diablo. En realidad, se acostaban conmigo, pero si las embarazaba no me quedaba otro remedio que proceder con los deberes de mi religión".

Los asistentes de la rueda escuchaban, horrorizados; el morbo se escurría de sus bocas, como saliva emponzoñada. Fray Angel era un espíritu horrible, cruel, y sin embargo todos querían saber más. "¡Qué siniestro!" dijo una mujer. "Preguntale por qué se contactó con nosotros. ¿Tiene algo que ver con alguno de los presentes? ¿Nos conocemos de otras vidas?"

Un escalofrío generalizado se adueñó de los participantes. La medium preguntó; Fray Angel dijo que en realidad vivía en aquella casa, en la casa de la fiesta. Que había llegado adentro de una ofrenda que adornaba el aparador.

Me sentí terriblemente culpable al conocer la historia. En aquel momento, no quise seguir profundizando en el parentesco de Fray Angel con mi persona; luego de mucho cavilar, fuí a la Iglesia de Punta Carretas y me paré en el atrio a esperar que pasara algún cura. Estuve un buen rato allí, mientras pensaba cómo le explicaría al cura que a causa de la terrible ofrenda aquella, de la ofrenda de mi pasado doloroso y del reloj, un espíritu diabólico, un verdadero hereje consumado, se había aposentado en la casa de un amigo.

El cura apareció por el pasillo; caminaba lento, pesadamente. Lo miré mejor y me dí cuenta de que tendría unos setenta u ochenta años, lo cual me inhibió más todavía. Sin embargo, lo intercepté y le expliqué mi problema lo mejor que pude; me avergonzaba enormemente una conciencia cada vez más clara de que lo que en realidad yo le estaba pidiendo era un exorcismo. Una purificación de agua bendita para pecados inmemoriales entre los que, inconscientemente y de algún modo mágico, yo había quedado involucrada.

Sin embargo, el cura no se inmutó. Me dijo que él estaba dispuesto a bendecir la casa siempre y cuando fuera su dueño el que se lo solicitara. Le dí las gracias y me fuí mucho más tranquila. El dueño de la casa, por supuesto, se rió de mí.

Cuando pienso en lo del marcador del libro, en el reloj de mi muerte que quedó ofrendado a la primavera de ese año, se me ocurre que el cura aquel tenía razón. Los exorcismos sólo dan resultado cuando es el dueño de la casa el que quiere deshacerse de los demonios. De otro modo, quedan como Fray Angel, flotando para siempre alrededor de las mesas, navegando en barcos fantasmas en dirección a mares cada vez más helados y silenciosos; quedan así, suspendidos, hasta que el sonido intermitente y angustioso de un despertador los arroja a la vida despiadadamente.